miércoles, 6 de enero de 2016

La soledad de las cumbres

El cielo se llena de estelas vaporosas, de caminos translúcidos que se aproximan al cielo, que me acercan a ti y que me alejan de ti: me expando y te observo, me evaporo y te condenso en mis ojos.

Los más altos testigos no dejan indiferente a nadie, son los guardianes de la frontera, los mausoleos de las palabras.

Los podios no entienden del paso del tiempo: por mucho que su superficie se exponga a vientos inimaginables, los elegidos se vanaglorian de serlo, y honran con aquellas palabras a aquel dios que los puso donde están, y preguntan con aquellas gotas a aquel dios que los alejó en la altitud.

Descienden arterias dulces que transportan efluvios de chamanismo hasta poblados vírgenes, creyentes de lo inmediato e invisible.


- ¡No rías tanto! -decía Vata'a, el abuelo que todavía se mantenía con un cuerpo relativamente joven y robusto, a cada nieto, que jadeaban como perros las gracias de los apuestos arribados.

En efecto, los niños se volvían locos con la llegada de aquellos visitantes que tantas herramientas, historias y regalos traían del otro lado del mar. Su intención -lejos de resultar agresivamente conquistadora-, se volcaba hacia la incorporación pacífica: buscaban atraer y mostrar los beneficios de la anexión.
Su estrategia era sabia -y aún más valiente- ya que un enemigo deja de serlo si nos necesita, pero se afianza como tal si se guerrea contra él.
De esta manera, los niños de aquellos territorios estaban tan asombrados por lo magnífico que les era ofrecido que no dejaban de sonreír, de reír, o como decían sus abuelos, de jadear como perro detrás de un amo.

Trataban de preservar su identidad, lo que hacía posible su decisión y autonomía. Les decían a los niños:
- Reíd, sonreíd... pero no demasiado. Libera tus energías, achina los ojos y que penetra el alma de la naturaleza, pero no jadees como perro, no tengas siempre la boca abierta porque te entrarán malos espíritus, y no achines siempre los ojos porque perderás de vista tu camino.

Y quizás Vata'a era un viejo hombre que pasó la mayor parte de su vida serio, sin reír, pero cuando lo hacía, era su alma la que se partía en mil pedazos de felicidad.


La historia de las colonizaciones -tanto en su vertiente histórica como en su vertiente personal- la conocemos todos muy bien. No hace falta explicar que una atención novedosa embauca, y más si viene disfrazada de una fraternidad efímera.

Todo el mundo creía que había crecido bajo los pensamientos de las montañas, y sus preceptos parecían impregnar cada respuesta concebida y procesada, pero hacía mucho tiempo que dejaron de sentirlas, que tenían los ojos tan achinados que no veían más que los dos metros borrosos que los rodeaban, y que su boca estaba tan abierta que sus palabras no llegaban a serlo, pues carecían de significado.
Bajo el invisible disfraz de un Estoy muy ocupado o Soy muy feliz, al llegar a casa y despojarse de esa fina capa extrahogareña y prosocial, rebatía un vacío que sonaba alto, que recordaba a parajes abruptos.

Pero a pesar de las palabras de Vata'a, nadie parecía querer respirar la soledad de las cumbres. Estaban muy lejos, eran tortuosas, eran frías, eran bellamente difíciles de mostrar su belleza, tenían un lenguaje particular en su más etimológico sentido.

Y mientras que cada cima sireneaba Descúbreme a mí, intentaban no pensar, intentaban no intentar que las alcanzase... me pareció ver (a un océano de distancia) once, o doce, no sé, porque yo no sé si debo contarme entre ellas o no.


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