martes, 23 de abril de 2013

El cuento más bonito

Érase una vez, un país con los suelos verdes, tapizados de hierba y flores; con ríos mansos y de aguas limpias como el cristal; de cielos que traían sol como rayos de alegría y lluvia como bendición de la vida. Era un país rico, donde vivía un príncipe que pronto sería rey, y necesitaba una joven doncella que fuera su princesa.
Los actuales reyes, padres del príncipe, querían encontrar dignos sucesores de la corona. Al contrario de lo que se estilaba por aquella época, no buscaban la realeza en las venas de la casamentera, ni la nobleza ni ningún atributo en especial. Deseaban que su hijo fuera feliz, y que su dinastía y su pueblo así lo fueran.
Por tanto, la elección recaía plenamente en las convicciones del joven príncipe, que idealista como era, no buscaba una buena futura reina: sino un amor.
Recorrió las amables praderas de su reino, mojó sus pies en las arterias cristalinas, se quemó la piel bajo el sol cándido.
Sus exigencias no se saciaban y continuaba su camino buscando a esa princesa que se hallaba escondida y por descubrir. Finalmente, cuando menos lo esperaba, en una noche fresca y húmeda, el príncipe cayó de su caballo y se rasguñó las rodillas. Fue entonces cuando una aldeana, ligeramente mayor que él, se le cruzó en el camino y le ayudó a curar sus heridas.
La humilde mujer no podía creerse que llegara a ser reina de aquel rico país. Había algo en el príncipe que como una luz, la encandilaba y ya no podría dejar de mirarlo, de pensar en él, de distanciarse. Pero tenía miedo.
Sin embargo, la luz que más nos ciega, más nos guía. El príncipe convenció a la aldeana y se presentaron en palacio.
Pese a ir en contra de lo normal, el matrimonio se aceptó. El reino ya tenía una nueva princesa.
Pronto serían los reyes, unos reyes que se amaban y que serían felices para siempre.

El chico era un joven de barrio, al que le gustaba escribir por placer. Su castillo era su humilde piso de 70 metros cuadrados. Su princesa, una joven estudiante.
Juntos leyeron esta historia, asombrándose de lo simple y fácil que puede ser la vida, de la felicidad que se respira en los cuentos donde todo sale bien.
Ya no venden las historias felices. La gente quiere drama, morbo, novedad. Las historias del joven escritor nunca eran enteramente alegres, siempre había que pagar un precio por la felicidad y a menudo eran trágicas.

-¿Cuál es tu sueño?-le preguntó una vez la chica.
-Mi sueño... bueno, siempre me he preguntado cómo sería ver llover en el Sahara.
-Te propongo una cosa: te acompañaré al desierto para que veas llover allí. Me voy contigo, pero por el camino me contarás cuentos. Y quiero uno como los antiguos, como los tradicionales. Quiero que sea de príncipes y princesas, que todo salga bien y que coman perdices.

Ambos emprendieron ese viaje, en el que buscaban lo más deseado: al igual que el príncipe buscó a su princesa. Por el camino, el chico le narraba historias de todo tipo, hasta que un día empezó a escribir una que se llamaba "El cuento más bonito". Se la entregó a mitad de camino, parados en un pueblecito allá por Andalucía.

El cuento más bonito es

La fuerza que posees cuando superaste aquel mal momento
Esa sensación de libertad que experimentaste en aquel lugar nuevo, y que quedó grabado en tu retina
La energía de la diversión, la velocidad, y el sentimiento en tu mente de "estoy viviendo"
Esa fotografía preferida, que te evoca felicidad y es un tesoro escondido en tus neuronas
Aquel recuerdo en el que te sentías arropada, protegida, y que te transmitía "todo va bien"
Ese instante en el que descubres a una persona, esa sorpresa que te llena de ilusión los pulmones
El cuento más bonito son estas líneas que escribo sólo para ti, para emocionarte y transportarte a otro lugar. Para darte
la fuerza
La libertad
La energía, diversión y velocidad
La felicidad
La protección
La ilusión
con mis palabras.
El cuento más bonito no tiene final, ya que continuará haciéndose realidad.
El cuento más bonito es que mi sueño no es la lluvia en el Sahara: mi sueño eres tú.



domingo, 14 de abril de 2013

El jardín del rey de Damasco



Qué pasaría si los malos fueran buenos decepcionados. Qué pasaría si alguien cambiara de bando tan bruscamente. Qué pasaría si el pasado es un ancla para el futuro.
En Damasco, un rey árabe era benevolente y querido por sus súbditos. Reinaba la paz y la justicia. En esta época, los demás reyes y jeques eran déspotas y tiranos con su pueblo. Este rey, llamado Az-Zorq, era el oasis en medio del desierto de la desconsideración. Por ello, su pueblo estaba orgulloso de ser sus ciudadanos, y cada año, cada familia le regalaba una planta, de la siguiente forma:
El padre de familia entraba en el jardín real, la plantaba y la regaba.
Así, los jardines del rey crecían cada vez más y más, siendo necesario ampliarlos en varias ocasiones. Era toda una belleza y en él habían plantas y flores de todos los tipos: desde las más humildes hasta las más exóticas, una variedad cromática que se extendía hasta la saturación.
El día de plantación era el acontecimiento más esperado del año: cuando se abrían las puertas del jardín, el pueblo aprovechaba para visitarlo. Poco a poco, fue permitiéndose la entrada no sólo de padres de familia, sino también de todos los miembros de ella. En este día, el amor se fotosintetizaba. Muchas parejas consideraban este día como su luna de miel. Otras personas buscaban el amor en este jardín. Los hijos e hijas se engalanaban para la ocasión y las miradas se sucedían tras los pétalos, las hojas y las lianas.
La mujer del rey solía pasear por el jardín en este día especial. Era una mujer joven, bella, de labios carnosos como pulpa de fruta fresca, unos ojos verdes como hojas de té, y perfilados en negro como misterio en la noche.
Uno de esos jóvenes engalanados la confundió con cualquier chica del pueblo y la miró fijamente, siguiéndola, flirteando con ella. La reina mandó detener al joven, y luego ordenó:
-Dejadme a solas con él.

Durante el año siguiente, el buen rey estaba muy preocupado. La mirada de su mujer hacía tiempo que se situaba escasos centímetros por debajo de donde solía estar. El buen rey estaba nervioso por si su ideal reino se desmoronaba. Habían sido meses difíciles de conflictos con otros reinos, sequía y malas cosechas. El jardín estaba secándose y perdiendo el verdor, la euforia leñosa y liberiana.
Ese año, el día de plantación fue muy especial, ya que el pueblo se había propuesto reverdecer el jardín. Acudió más gente que nunca, con varias plantas cada uno. El gentío era tal, que la reina se vistió humilde y se confundió entre la multitud.
-Como le prometí a su majestad, aquí estoy un año después.

Nadie volvió a ver a la reina. Nadie volvió a ver un buen rey.

Las puertas del jardín se cerraron para siempre. Patrullas de soldados buscaron a la fugitiva y cómplice. No sirvió de nada. El rey siempre había gobernado en el bien para el pueblo. El pueblo le había llevado a su triste situación. El rey respetaba y amaba a su mujer. Ella lo había traicionado. Su carácter cambió. Observó a los demás reyes vecinos: tiranos, pero no les faltaba de nada. Poco a poco, empezó a ser egoísta. A elevar los impuestos, a cubrirse de joyas y manjares. A querer recuperar su vigoroso jardín, y no hay nada más vigoroso que la sangre.
Una parcela de veinticuatro rosales, uno por cada año que tenía su amada, era regado con sangre de sus súbditos. Las rosas, lejos de tornarse vivas, despiertas y rebosantes, se apagaban y ensombrecían más, hasta llegar a ser granates. Oscuras, frías, negras, perfiladas como un misterio en la noche.