domingo, 14 de abril de 2013

El jardín del rey de Damasco



Qué pasaría si los malos fueran buenos decepcionados. Qué pasaría si alguien cambiara de bando tan bruscamente. Qué pasaría si el pasado es un ancla para el futuro.
En Damasco, un rey árabe era benevolente y querido por sus súbditos. Reinaba la paz y la justicia. En esta época, los demás reyes y jeques eran déspotas y tiranos con su pueblo. Este rey, llamado Az-Zorq, era el oasis en medio del desierto de la desconsideración. Por ello, su pueblo estaba orgulloso de ser sus ciudadanos, y cada año, cada familia le regalaba una planta, de la siguiente forma:
El padre de familia entraba en el jardín real, la plantaba y la regaba.
Así, los jardines del rey crecían cada vez más y más, siendo necesario ampliarlos en varias ocasiones. Era toda una belleza y en él habían plantas y flores de todos los tipos: desde las más humildes hasta las más exóticas, una variedad cromática que se extendía hasta la saturación.
El día de plantación era el acontecimiento más esperado del año: cuando se abrían las puertas del jardín, el pueblo aprovechaba para visitarlo. Poco a poco, fue permitiéndose la entrada no sólo de padres de familia, sino también de todos los miembros de ella. En este día, el amor se fotosintetizaba. Muchas parejas consideraban este día como su luna de miel. Otras personas buscaban el amor en este jardín. Los hijos e hijas se engalanaban para la ocasión y las miradas se sucedían tras los pétalos, las hojas y las lianas.
La mujer del rey solía pasear por el jardín en este día especial. Era una mujer joven, bella, de labios carnosos como pulpa de fruta fresca, unos ojos verdes como hojas de té, y perfilados en negro como misterio en la noche.
Uno de esos jóvenes engalanados la confundió con cualquier chica del pueblo y la miró fijamente, siguiéndola, flirteando con ella. La reina mandó detener al joven, y luego ordenó:
-Dejadme a solas con él.

Durante el año siguiente, el buen rey estaba muy preocupado. La mirada de su mujer hacía tiempo que se situaba escasos centímetros por debajo de donde solía estar. El buen rey estaba nervioso por si su ideal reino se desmoronaba. Habían sido meses difíciles de conflictos con otros reinos, sequía y malas cosechas. El jardín estaba secándose y perdiendo el verdor, la euforia leñosa y liberiana.
Ese año, el día de plantación fue muy especial, ya que el pueblo se había propuesto reverdecer el jardín. Acudió más gente que nunca, con varias plantas cada uno. El gentío era tal, que la reina se vistió humilde y se confundió entre la multitud.
-Como le prometí a su majestad, aquí estoy un año después.

Nadie volvió a ver a la reina. Nadie volvió a ver un buen rey.

Las puertas del jardín se cerraron para siempre. Patrullas de soldados buscaron a la fugitiva y cómplice. No sirvió de nada. El rey siempre había gobernado en el bien para el pueblo. El pueblo le había llevado a su triste situación. El rey respetaba y amaba a su mujer. Ella lo había traicionado. Su carácter cambió. Observó a los demás reyes vecinos: tiranos, pero no les faltaba de nada. Poco a poco, empezó a ser egoísta. A elevar los impuestos, a cubrirse de joyas y manjares. A querer recuperar su vigoroso jardín, y no hay nada más vigoroso que la sangre.
Una parcela de veinticuatro rosales, uno por cada año que tenía su amada, era regado con sangre de sus súbditos. Las rosas, lejos de tornarse vivas, despiertas y rebosantes, se apagaban y ensombrecían más, hasta llegar a ser granates. Oscuras, frías, negras, perfiladas como un misterio en la noche.

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